“Soy un prisionero de Sandro”
Idolo, recluso, reo de barrio, sex symbol, compositor impulsivo “hasta en la parte de atrás de una boleta”, Sandro cuenta sus comienzos, su trabajo actual para recuperar la voz, su nostalgia por un país que ya no existe, y explica por qué se defiende con un paredón. Su preocupación “porque hoy se habla con 200 palabras” y su curiosa relación con esa otra persona, Roberto Sánchez.
Por Eduardo Aliverti
Conocí a Sandro en una entrega de diplomas de los Martín Fierro, a comienzos de los ’90. Me acerqué a él con mucha timidez, simplemente para decirle que, por más extraño que le resultase, era mi ídolo. Y me subió la apuesta. “Te escucho desde Continental y Belgrano, en los tiempos jodidos. Todos los días, cuando encendía la radio, me preguntaba: ¿estará hoy este tipo?” Entonces presentí que, alguna vez de no importaba cuándo, podría hacer con él una nota considerable. O, por lo menos, alejada de los esquematismos con que suele ser abordado (bien que se deja muy poco) un personaje como Sandro. Esa vez fue el año pasado, también para mi programa de boleros en Nacional. Y la “química” generada permitía inferir una segunda vuelta. Se concretó hace unas semanas y fueron más de dos horas de diálogo, de corrido, de las cuales se extractan aquí tramos significativos antes de la emisión de esta noche, a las 23, en Radio Nacional. Quizá convenga prevenir que, en realidad, la entrevista es a Roberto Sánchez.
–¿Este fue un año de coronación? Lo digo principalmente por el reconocimiento en el Senado.
–Fue un momento muy importante. Porque no fue una elección política. Creo que ese reconocimiento me lo otorgó el país y lo acepté porque no puedo darle la espalda. Además fue una satisfacción personal porque mi primer disco lo grabé hace 43 años y acabo de hacer otro. Eso supone que todavía hay una cierta vigencia. Lo tomé como el mérito a una lucha. Pensá que empecé haciendo covers. A los 17 me dejaron hacer mis primeros temas. Los contratos los tenía que firmar mi viejo. Recuerdo cuando estrené “Las manos”, en Sábados Circulares. El lunes la gente estaba pidiendo el tema en las disquerías y todavía no estaba grabado. El martes lo hicimos a toda velocidad y el jueves ya estaba vendiendo mil discos por hora.
–¿Eso te marcó un antes y un después?
–Lo que pasa es que cuando sos muy joven vivís confundido. A los 17 o 18 años creés que Dios es tu secretario. Además, sabés que estás crucificado: si sacaste un disco y vendiste 100.000 copias, más vale que del próximo vendas 105.000 porque si no te caíste.
–Tu último disco es de poemas. ¿Te costó recitarlos y no pensarlos cantados?
–No. Es como que lo hice a pedido. Un día estábamos haciendo un especial en el viejo Canal 11 y se me ocurrió grabar un tema, “Es el amante”. Lo llamé a mi guitarrista y él matizaba con su guitarra el poema que yo iba recitando: “Tengo que decirte adiós en silencio y sin nombrarte // pues yo no puedo arrastrarte a pagar tan duro precio”. Y cuando vuelvo de una gira en Estados Unidos me encuentro con la sorpresa de que ese tema estaba en el nuevo long play. Nunca lo grabé en estudio, lo tomaron directamente del tape del canal. Por eso cuando lo escuchás en el vinilo se oye a las chicas de fondo que gritan ¡Sandro, Sandro! A partir de ahí, mis nenas, como yo les digo, empezaron a pedir que grabara un disco de poemas, pero esto fue hace años. Pensé que era imposible de vender. En este disco cada palabra tiene un valor. De acuerdo con cómo digas esa palabra, o dónde pongas un acento, el verso varía. Yo a los diez años escribía en soneto las composiciones del colegio y me decían “el poeta”. Tenía una maestra que nos llevaba cuadros y nos decía que escribiéramos sobre lo que veíamos, o acercaba un tocadiscos y ponía Bach o Mozart y nos pedía que dibujáramos lo que escuchábamos. Obviamente la echaron del colegio por no cumplir el programa, y a los treintipico terminó suicidándose porque no tenía nada que ver con este mundo. Esa fue mi maestra. La que descubrió que yo podía escribir.
–Pienso en las cifras de ventas de los que hoy se imponen en la canción romántica. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Recuerdo, por ejemplo, los ’60 o los ’70; los tanos de San Remo, y antes y hasta un poco después los boleristas, y también los baladistas. Siento que hoy es más complicado de encontrar. No parece haberse perdido el romanticismo, pero sí que todo debería estar rodeado de espectacularidad, a la Luis Miguel.
–Creo que se degradó el idioma de una manera impresionante. Por eso estuve casi tres años sin escribir, sin componer. No tenía ganas. Escribí un poema, para el último disco, que dice “quítame, Dios, estas esposas”. Originariamente, era “quítame, Dios, estos grilletes”. Hay una gran diferencia entre esos dos objetos: las esposas son para el asaltante o el delincuente y el grillete es para el esclavo. Sin embargo, me puse a testear entre la gente y me di cuenta de que muy pocas personas reconocían la palabra grillete. Tuve que admitir que muchos de los que compraran el disco no lo iban a entender. Creo que lo que nos pasa es que nos quedamos con muy pocas palabras. Humildemente, tal vez con este último disco esté ayudando a quienes nunca leyeron una poesía a acercarse a ese género e indagar en otros autores mucho mejores que yo. Te doy un ejemplo: “Mi amigo el puma”. Hice esa letra en la sala de maquillaje de Canal 13, un día en que se grababa un especial para toda América. La música estaba hecha pero faltaba la letra. Entonces, la escribí mientras me maquillaban. Llamé a los asistentes y les pedí que me la transcribieran a unos cartones grandes, para poder leerla mientras cantaba. Cuando subo al escenario, las nenas se ponen locas, hacen una avalancha sobre las cámaras y los cartones se van al diablo. Así que empecé a sanatear, estaba desesperado, simulaba que el micrófono no andaba. Fijate que ese tema vendió, sólo en México, un millón de discos. Entonces, ¿cuál es el misterio?
–¿Y ese empobrecimiento del idioma te condujo a una especie de depresión creativa?
–Claro, porque me pregunté qué puedo escribir. Ya no quiero ir para atrás y hacer cosas sólo comerciales. Lo que compuse por cuestiones meramente consumistas fueron las frustraciones más grandes de mi vida. Y por ahí algún tema de esos a la gente le encanta...
–¿Es decir que estableciste un piso, por debajo del cual ya no querés estar de ninguna manera?
–Es que no puedo por más que quiera. Si me sale del alma, del corazón, puedo escribir algo berreta. Puedo decirme “voy a hacer música para los pies”.
–Alguna vez me contaste que compusiste “Rosa, Rosa” casi por casualidad, y que mucho no te gusta.
–Es cierto, la verdad es que mucho no me gusta. Pero después terminé encontrándole una vuelta y unas connotaciones especiales. Eso es historia aparte.
–Woody Allen se pregunta si los recuerdos son algo que uno tiene o algo que uno ha perdido. ¿Para vos qué son?
–Una mezcla de las dos cosas. Algunos ya los perdí y, tal vez en un aroma o en una charla, me aparecen cosas horribles o maravillosas. Los buenos recuerdos intento mantenerlos para que me ayuden a vivir.
–Según una frase de poster, “no tengo todo lo que quiero pero quiero todo lo que tengo”. Uno diría que vos querés todo lo que tenés, pero no sabe qué te falta.
–Te lo contesto con otra frase: yo deseo muy poco y eso poco que deseo lo deseo muy poco. Eso dijo San Francisco de Asís.
–¿Cuál es tu relación con el bolero?
–Empecé cantando boleros. Por aquellos años, los cincuentipico, habían pegado Los Panchos de una manera impresionante. Mi vocecita era tipo la de Johnny Albino, y con dos atorrantes más formamos el Trío Azul. Yo cantaba imitando a Albino y no me salía tan mal. Cobrábamos para cantar serenatas. Así que la canción fue mi primer sustento económico.
–¿Hay una canción que nunca pudiste componer?
–Sí, tengo muchos títulos guardados pero a veces hay que esperar a la musa o al ángel. Lo que pasa es lo que te decía acerca de la degradación del idioma. Hoy, a mis 61 años, no podría sostener un diálogo con una chiquilina de 20 o 25. Ahora con 200 palabras se comunican. Nosotros teníamos un palabrerío maravilloso.
–Si tuvieras que hacer un promedio, ¿son más las veces en las que se te ocurrió primero la letra y después la música?
–Sí. Las letras las encuentro en una frase o una conversación. Me acuerdo de que una vez estábamos en un bistró, tocaban un acordeonista y un guitarrista, y después de cenar les dije que si querían les escribía una canción. En ese momento hice la letra de cinco canciones en el dorso de las facturas del bistró. Es así. Cuando baja la musa, baja. Y después te quedás dos o tres meses en blanco porque falta el punto de vibración del alma.
–¿Eso te angustia?
–No, porque aprendí desde muy chico que eso pasa. Hay días en que te ponés a escribir y terminás haciendo dibujitos. Yo me siento con lápiz y papel. Porque el lápiz te da otra densidad para escribir, es otro placer.
–Me acuerdo cuando me contaste que estabas escuchando música tailandesa...
–Sí. Busco música étnica por las embajadas para empaparme de cosas nuevas que me inspiren y de paso abrir mi cabeza a otras culturas. De esa manera conocí, por ejemplo, a un ejecutor de pipa que es impresionante. Esas cosas me nutren.
–¿Bajás música por Internet?
–No. No tengo Internet ni dirección de correo electrónico. Además, por cada disco que se baja nos están afanando a los músicos y yo no puedo hacer algo con lo que no estoy de acuerdo. Sería como que grabe una publicidad de cigarrillos. Estaría hipócritamente propagando el veneno que a mí me llevó adonde estoy. Me ofrecieron avisos de cigarrillos hace unos años. Sobre todo cuando grabé ese tema de Alberto Cortés que decía “un cigarrillo, la lluvia y tú”. Pero para mí es como ofrecerle un pibe a un pedófilo, aunque suene fuerte el ejemplo. Siempre intenté mantener una coherencia entre lo que digo y lo que hago.
–¿Tu encierro en Banfield supone una inexistencia de vida social, como muchos imaginan?
–Yo puse un paredón en Banfield porque me obligaron. Cuando tenía 18 años cambié un auto sport por mi primera casa, que se caía a pedazos. Había un jardincito adelante. No sabés lo que era: me pintaron toda la fachada, me desaparecieron dos perros pekineses de mi vieja, se me metían en el hall, me repetían de memoria los diálogos de las películas. Llegó un momento en que no se podía vivir y levantamos el primer paredón. Ya experto en la materia, cuando compro mi casa actual lo primero que hago es el paredón. Quien me obligó a hacer eso es Sandro, porque yo no hubiera querido hacerlo. Soy un prisionero de Sandro. El me obliga a realizar ciertas cosas que a mí no me gustan. De cualquier forma tengo un grupo de amigazos que vienen a casa o yo voy a las suyas. Vamos a comer con mi mujer y parejas amigas. Lo que pasa es que no digo adónde voy porque no quiero cámaras. Quiero vivir como Roberto Sánchez. O Don Sánchez, como me gusta que me llamen.
–¿Y en el escenario cuánto hay de Roberto?
–A veces ambos se fusionan. No por nada está el atorrante de barrio. Yo me crié en la calle. Ahí aparece el Robertito: el pícaro, el que hace reír a todos contando historias de los ‘60, de los ‘50. Yo salía con una chica que me decía “Roberto, ¿sabés por qué me gustás vos? Porque llevás el esmoquin como si fuera un blue jean y el blue jean como si fuera un esmoquin”.
–¿Tenés mucho de machista?
–No. Yo soy un caballero. Nunca usé mi nombre para acostarme con una mujer y menos eso de prometer un papelito en la próxima película. Además, a las mujeres siempre las elegí yo. Nunca me trajeron ninguna.
–Tu actuación en el Madison Square Garden fue a comienzos de los ’70. A partir de ese hecho se esperaba el “Sandro de América” más allá del continente, con repercusión mundial. Eso no pasó.
–Porque no me interesaban los contratos. Los gringos no son tontos: me ofrecieron un acuerdo por 10 años en las mismas condiciones en las que firma Julio Iglesias. Y yo no me lo puedo bancar. Tenía que estar a disposición cada vez que al sello se le ocurriese, para cantar en cualquier lugar del mundo promocionando un disco nuevo. Dejar mi país, mi gente. ¿Para qué? Para pasar a ser un títere de ellos. Yo me conozco, soy muy rebelde y no iba a poder con eso. Jamás me arrepentí. Al contrario, creo que esa decisión me permitió vivir, tener parejas, ser feliz. También sufrir mucho. Pero en el balance fue una determinación maravillosa.
–Algunos sostienen que quedaste apenas un escalón debajo de Gardel, en términos de ídolo popular de la canción. ¿Lo pensaste?
–Me lo dijeron varias veces. El punto es que tengo un respeto tan grande por ese señor... Pero como cantor, no como ídolo. Yo cantaba un tema hace años, “El rey de la canción”, que contaba la historia de un muchacho anotado en un concurso de cantores y deseoso de ser el nuevo monarca de la canción. Pero pierde el concurso. Después vuelve al escenario, ya vacío, y canta el tema con el que concursó, pero esta vez desde el alma. Yo ese tema lo hacía con el telón cerrado. Cuando el telón se abría, se veía una foto gigante de Gardel. Fue para mí el mejor cantor de estilos que existió.
–¿Creés que te falta algo que todavía podés alcanzar?
–Mirá, a los 31 años me senté en la punta sur de mi casa. Desde ahí se ve toda. No es una casa tan impresionante como la gente cree, pero es linda. En ese momento, en el garaje había siete autos y me pregunté: ¿Esto es el éxito? ¿Y ahora qué? ¿Más autos? ¿Más casas? ¿Más qué? El éxito es una vieja prostituta, como escribí en una canción: viene, se acuesta con vos, te cobra y se va. Esa vez estuve un año sin cantar. Tengo un Mercedes del ’70 que casi nunca usé porque cuando salía con ese auto, descapotable, y me paraba en un semáforo al lado de un colectivero o un camionero o cualquier trabajador, me gritaban “vos sí que la ganás fácil”. Y me di cuenta de que yo no quería eso. Entonces me compré un Fiat 1600 y cuando paraba con este otro auto en los semáforos, esos mismos laburantes me decían “qué hacés Sandrito. Mi mujer me tiene loco con vos y mi vieja te adora, hermano”. Yo quería que me dijeran cosa lindas, no que me puteasen. Entonces el Mercedes quedó ahí, tirado.
–Vos que sos un atorrante, ¿extrañás Buenos Aires con esta historia de no poder salir mucho?
–Extraño “aquel” Buenos Aires, no éste. Veo mucho dolor en la calle. Me acuerdo de cuando viajaba a México y veía gente haciendo malabarismo en los semáforos. Me decía “menos mal que esto en Argentina no pasa”. Ahora salgo y veo este panorama y me da mucha tristeza. Esta no es la Argentina que yo conocí. Me duele salir y verlo, pero no quiero vivir en un frasco. Si voy a cenar me lleno de culpa y bronca. ¿Cómo en el país de los alimentos se pueden morir de hambre los pibes? ¿Cuánto se tuvieron que haber choreado?
–Hablame de tu principal proyecto.
–Recuperar otra vez la voz. La gente cree que me operaron y estoy salvado, pero no. Desde la intervención quirúrgica tengo menos aire, y no puedo sostener una nota como antes. Tengo que hacer ejercicios para poder recuperarme. No me gusta dar lástima. Yo venía cantando “Penumbras” en el mismo tono con que la canté a los veinte años. No le cambié un solo tono a ninguna canción. Tiré a la basura temas que adoro, con arreglos espectaculares. Pero cuando los escuché me dije “esto no es Sandro”. Antes de resignar el tono de una canción prefiero no cantarla. Para practicar canto cosas de otros compositores. Si canto los míos, al oírlos no los escuchan mis oídos, sino mis recuerdos. Voy a volver a cantar. Pero cuando al escucharme no me dé lástima a mí mismo.
Idolo, recluso, reo de barrio, sex symbol, compositor impulsivo “hasta en la parte de atrás de una boleta”, Sandro cuenta sus comienzos, su trabajo actual para recuperar la voz, su nostalgia por un país que ya no existe, y explica por qué se defiende con un paredón. Su preocupación “porque hoy se habla con 200 palabras” y su curiosa relación con esa otra persona, Roberto Sánchez.
Por Eduardo Aliverti
Conocí a Sandro en una entrega de diplomas de los Martín Fierro, a comienzos de los ’90. Me acerqué a él con mucha timidez, simplemente para decirle que, por más extraño que le resultase, era mi ídolo. Y me subió la apuesta. “Te escucho desde Continental y Belgrano, en los tiempos jodidos. Todos los días, cuando encendía la radio, me preguntaba: ¿estará hoy este tipo?” Entonces presentí que, alguna vez de no importaba cuándo, podría hacer con él una nota considerable. O, por lo menos, alejada de los esquematismos con que suele ser abordado (bien que se deja muy poco) un personaje como Sandro. Esa vez fue el año pasado, también para mi programa de boleros en Nacional. Y la “química” generada permitía inferir una segunda vuelta. Se concretó hace unas semanas y fueron más de dos horas de diálogo, de corrido, de las cuales se extractan aquí tramos significativos antes de la emisión de esta noche, a las 23, en Radio Nacional. Quizá convenga prevenir que, en realidad, la entrevista es a Roberto Sánchez.
–¿Este fue un año de coronación? Lo digo principalmente por el reconocimiento en el Senado.
–Fue un momento muy importante. Porque no fue una elección política. Creo que ese reconocimiento me lo otorgó el país y lo acepté porque no puedo darle la espalda. Además fue una satisfacción personal porque mi primer disco lo grabé hace 43 años y acabo de hacer otro. Eso supone que todavía hay una cierta vigencia. Lo tomé como el mérito a una lucha. Pensá que empecé haciendo covers. A los 17 me dejaron hacer mis primeros temas. Los contratos los tenía que firmar mi viejo. Recuerdo cuando estrené “Las manos”, en Sábados Circulares. El lunes la gente estaba pidiendo el tema en las disquerías y todavía no estaba grabado. El martes lo hicimos a toda velocidad y el jueves ya estaba vendiendo mil discos por hora.
–¿Eso te marcó un antes y un después?
–Lo que pasa es que cuando sos muy joven vivís confundido. A los 17 o 18 años creés que Dios es tu secretario. Además, sabés que estás crucificado: si sacaste un disco y vendiste 100.000 copias, más vale que del próximo vendas 105.000 porque si no te caíste.
–Tu último disco es de poemas. ¿Te costó recitarlos y no pensarlos cantados?
–No. Es como que lo hice a pedido. Un día estábamos haciendo un especial en el viejo Canal 11 y se me ocurrió grabar un tema, “Es el amante”. Lo llamé a mi guitarrista y él matizaba con su guitarra el poema que yo iba recitando: “Tengo que decirte adiós en silencio y sin nombrarte // pues yo no puedo arrastrarte a pagar tan duro precio”. Y cuando vuelvo de una gira en Estados Unidos me encuentro con la sorpresa de que ese tema estaba en el nuevo long play. Nunca lo grabé en estudio, lo tomaron directamente del tape del canal. Por eso cuando lo escuchás en el vinilo se oye a las chicas de fondo que gritan ¡Sandro, Sandro! A partir de ahí, mis nenas, como yo les digo, empezaron a pedir que grabara un disco de poemas, pero esto fue hace años. Pensé que era imposible de vender. En este disco cada palabra tiene un valor. De acuerdo con cómo digas esa palabra, o dónde pongas un acento, el verso varía. Yo a los diez años escribía en soneto las composiciones del colegio y me decían “el poeta”. Tenía una maestra que nos llevaba cuadros y nos decía que escribiéramos sobre lo que veíamos, o acercaba un tocadiscos y ponía Bach o Mozart y nos pedía que dibujáramos lo que escuchábamos. Obviamente la echaron del colegio por no cumplir el programa, y a los treintipico terminó suicidándose porque no tenía nada que ver con este mundo. Esa fue mi maestra. La que descubrió que yo podía escribir.
–Pienso en las cifras de ventas de los que hoy se imponen en la canción romántica. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Recuerdo, por ejemplo, los ’60 o los ’70; los tanos de San Remo, y antes y hasta un poco después los boleristas, y también los baladistas. Siento que hoy es más complicado de encontrar. No parece haberse perdido el romanticismo, pero sí que todo debería estar rodeado de espectacularidad, a la Luis Miguel.
–Creo que se degradó el idioma de una manera impresionante. Por eso estuve casi tres años sin escribir, sin componer. No tenía ganas. Escribí un poema, para el último disco, que dice “quítame, Dios, estas esposas”. Originariamente, era “quítame, Dios, estos grilletes”. Hay una gran diferencia entre esos dos objetos: las esposas son para el asaltante o el delincuente y el grillete es para el esclavo. Sin embargo, me puse a testear entre la gente y me di cuenta de que muy pocas personas reconocían la palabra grillete. Tuve que admitir que muchos de los que compraran el disco no lo iban a entender. Creo que lo que nos pasa es que nos quedamos con muy pocas palabras. Humildemente, tal vez con este último disco esté ayudando a quienes nunca leyeron una poesía a acercarse a ese género e indagar en otros autores mucho mejores que yo. Te doy un ejemplo: “Mi amigo el puma”. Hice esa letra en la sala de maquillaje de Canal 13, un día en que se grababa un especial para toda América. La música estaba hecha pero faltaba la letra. Entonces, la escribí mientras me maquillaban. Llamé a los asistentes y les pedí que me la transcribieran a unos cartones grandes, para poder leerla mientras cantaba. Cuando subo al escenario, las nenas se ponen locas, hacen una avalancha sobre las cámaras y los cartones se van al diablo. Así que empecé a sanatear, estaba desesperado, simulaba que el micrófono no andaba. Fijate que ese tema vendió, sólo en México, un millón de discos. Entonces, ¿cuál es el misterio?
–¿Y ese empobrecimiento del idioma te condujo a una especie de depresión creativa?
–Claro, porque me pregunté qué puedo escribir. Ya no quiero ir para atrás y hacer cosas sólo comerciales. Lo que compuse por cuestiones meramente consumistas fueron las frustraciones más grandes de mi vida. Y por ahí algún tema de esos a la gente le encanta...
–¿Es decir que estableciste un piso, por debajo del cual ya no querés estar de ninguna manera?
–Es que no puedo por más que quiera. Si me sale del alma, del corazón, puedo escribir algo berreta. Puedo decirme “voy a hacer música para los pies”.
–Alguna vez me contaste que compusiste “Rosa, Rosa” casi por casualidad, y que mucho no te gusta.
–Es cierto, la verdad es que mucho no me gusta. Pero después terminé encontrándole una vuelta y unas connotaciones especiales. Eso es historia aparte.
–Woody Allen se pregunta si los recuerdos son algo que uno tiene o algo que uno ha perdido. ¿Para vos qué son?
–Una mezcla de las dos cosas. Algunos ya los perdí y, tal vez en un aroma o en una charla, me aparecen cosas horribles o maravillosas. Los buenos recuerdos intento mantenerlos para que me ayuden a vivir.
–Según una frase de poster, “no tengo todo lo que quiero pero quiero todo lo que tengo”. Uno diría que vos querés todo lo que tenés, pero no sabe qué te falta.
–Te lo contesto con otra frase: yo deseo muy poco y eso poco que deseo lo deseo muy poco. Eso dijo San Francisco de Asís.
–¿Cuál es tu relación con el bolero?
–Empecé cantando boleros. Por aquellos años, los cincuentipico, habían pegado Los Panchos de una manera impresionante. Mi vocecita era tipo la de Johnny Albino, y con dos atorrantes más formamos el Trío Azul. Yo cantaba imitando a Albino y no me salía tan mal. Cobrábamos para cantar serenatas. Así que la canción fue mi primer sustento económico.
–¿Hay una canción que nunca pudiste componer?
–Sí, tengo muchos títulos guardados pero a veces hay que esperar a la musa o al ángel. Lo que pasa es lo que te decía acerca de la degradación del idioma. Hoy, a mis 61 años, no podría sostener un diálogo con una chiquilina de 20 o 25. Ahora con 200 palabras se comunican. Nosotros teníamos un palabrerío maravilloso.
–Si tuvieras que hacer un promedio, ¿son más las veces en las que se te ocurrió primero la letra y después la música?
–Sí. Las letras las encuentro en una frase o una conversación. Me acuerdo de que una vez estábamos en un bistró, tocaban un acordeonista y un guitarrista, y después de cenar les dije que si querían les escribía una canción. En ese momento hice la letra de cinco canciones en el dorso de las facturas del bistró. Es así. Cuando baja la musa, baja. Y después te quedás dos o tres meses en blanco porque falta el punto de vibración del alma.
–¿Eso te angustia?
–No, porque aprendí desde muy chico que eso pasa. Hay días en que te ponés a escribir y terminás haciendo dibujitos. Yo me siento con lápiz y papel. Porque el lápiz te da otra densidad para escribir, es otro placer.
–Me acuerdo cuando me contaste que estabas escuchando música tailandesa...
–Sí. Busco música étnica por las embajadas para empaparme de cosas nuevas que me inspiren y de paso abrir mi cabeza a otras culturas. De esa manera conocí, por ejemplo, a un ejecutor de pipa que es impresionante. Esas cosas me nutren.
–¿Bajás música por Internet?
–No. No tengo Internet ni dirección de correo electrónico. Además, por cada disco que se baja nos están afanando a los músicos y yo no puedo hacer algo con lo que no estoy de acuerdo. Sería como que grabe una publicidad de cigarrillos. Estaría hipócritamente propagando el veneno que a mí me llevó adonde estoy. Me ofrecieron avisos de cigarrillos hace unos años. Sobre todo cuando grabé ese tema de Alberto Cortés que decía “un cigarrillo, la lluvia y tú”. Pero para mí es como ofrecerle un pibe a un pedófilo, aunque suene fuerte el ejemplo. Siempre intenté mantener una coherencia entre lo que digo y lo que hago.
–¿Tu encierro en Banfield supone una inexistencia de vida social, como muchos imaginan?
–Yo puse un paredón en Banfield porque me obligaron. Cuando tenía 18 años cambié un auto sport por mi primera casa, que se caía a pedazos. Había un jardincito adelante. No sabés lo que era: me pintaron toda la fachada, me desaparecieron dos perros pekineses de mi vieja, se me metían en el hall, me repetían de memoria los diálogos de las películas. Llegó un momento en que no se podía vivir y levantamos el primer paredón. Ya experto en la materia, cuando compro mi casa actual lo primero que hago es el paredón. Quien me obligó a hacer eso es Sandro, porque yo no hubiera querido hacerlo. Soy un prisionero de Sandro. El me obliga a realizar ciertas cosas que a mí no me gustan. De cualquier forma tengo un grupo de amigazos que vienen a casa o yo voy a las suyas. Vamos a comer con mi mujer y parejas amigas. Lo que pasa es que no digo adónde voy porque no quiero cámaras. Quiero vivir como Roberto Sánchez. O Don Sánchez, como me gusta que me llamen.
–¿Y en el escenario cuánto hay de Roberto?
–A veces ambos se fusionan. No por nada está el atorrante de barrio. Yo me crié en la calle. Ahí aparece el Robertito: el pícaro, el que hace reír a todos contando historias de los ‘60, de los ‘50. Yo salía con una chica que me decía “Roberto, ¿sabés por qué me gustás vos? Porque llevás el esmoquin como si fuera un blue jean y el blue jean como si fuera un esmoquin”.
–¿Tenés mucho de machista?
–No. Yo soy un caballero. Nunca usé mi nombre para acostarme con una mujer y menos eso de prometer un papelito en la próxima película. Además, a las mujeres siempre las elegí yo. Nunca me trajeron ninguna.
–Tu actuación en el Madison Square Garden fue a comienzos de los ’70. A partir de ese hecho se esperaba el “Sandro de América” más allá del continente, con repercusión mundial. Eso no pasó.
–Porque no me interesaban los contratos. Los gringos no son tontos: me ofrecieron un acuerdo por 10 años en las mismas condiciones en las que firma Julio Iglesias. Y yo no me lo puedo bancar. Tenía que estar a disposición cada vez que al sello se le ocurriese, para cantar en cualquier lugar del mundo promocionando un disco nuevo. Dejar mi país, mi gente. ¿Para qué? Para pasar a ser un títere de ellos. Yo me conozco, soy muy rebelde y no iba a poder con eso. Jamás me arrepentí. Al contrario, creo que esa decisión me permitió vivir, tener parejas, ser feliz. También sufrir mucho. Pero en el balance fue una determinación maravillosa.
–Algunos sostienen que quedaste apenas un escalón debajo de Gardel, en términos de ídolo popular de la canción. ¿Lo pensaste?
–Me lo dijeron varias veces. El punto es que tengo un respeto tan grande por ese señor... Pero como cantor, no como ídolo. Yo cantaba un tema hace años, “El rey de la canción”, que contaba la historia de un muchacho anotado en un concurso de cantores y deseoso de ser el nuevo monarca de la canción. Pero pierde el concurso. Después vuelve al escenario, ya vacío, y canta el tema con el que concursó, pero esta vez desde el alma. Yo ese tema lo hacía con el telón cerrado. Cuando el telón se abría, se veía una foto gigante de Gardel. Fue para mí el mejor cantor de estilos que existió.
–¿Creés que te falta algo que todavía podés alcanzar?
–Mirá, a los 31 años me senté en la punta sur de mi casa. Desde ahí se ve toda. No es una casa tan impresionante como la gente cree, pero es linda. En ese momento, en el garaje había siete autos y me pregunté: ¿Esto es el éxito? ¿Y ahora qué? ¿Más autos? ¿Más casas? ¿Más qué? El éxito es una vieja prostituta, como escribí en una canción: viene, se acuesta con vos, te cobra y se va. Esa vez estuve un año sin cantar. Tengo un Mercedes del ’70 que casi nunca usé porque cuando salía con ese auto, descapotable, y me paraba en un semáforo al lado de un colectivero o un camionero o cualquier trabajador, me gritaban “vos sí que la ganás fácil”. Y me di cuenta de que yo no quería eso. Entonces me compré un Fiat 1600 y cuando paraba con este otro auto en los semáforos, esos mismos laburantes me decían “qué hacés Sandrito. Mi mujer me tiene loco con vos y mi vieja te adora, hermano”. Yo quería que me dijeran cosa lindas, no que me puteasen. Entonces el Mercedes quedó ahí, tirado.
–Vos que sos un atorrante, ¿extrañás Buenos Aires con esta historia de no poder salir mucho?
–Extraño “aquel” Buenos Aires, no éste. Veo mucho dolor en la calle. Me acuerdo de cuando viajaba a México y veía gente haciendo malabarismo en los semáforos. Me decía “menos mal que esto en Argentina no pasa”. Ahora salgo y veo este panorama y me da mucha tristeza. Esta no es la Argentina que yo conocí. Me duele salir y verlo, pero no quiero vivir en un frasco. Si voy a cenar me lleno de culpa y bronca. ¿Cómo en el país de los alimentos se pueden morir de hambre los pibes? ¿Cuánto se tuvieron que haber choreado?
–Hablame de tu principal proyecto.
–Recuperar otra vez la voz. La gente cree que me operaron y estoy salvado, pero no. Desde la intervención quirúrgica tengo menos aire, y no puedo sostener una nota como antes. Tengo que hacer ejercicios para poder recuperarme. No me gusta dar lástima. Yo venía cantando “Penumbras” en el mismo tono con que la canté a los veinte años. No le cambié un solo tono a ninguna canción. Tiré a la basura temas que adoro, con arreglos espectaculares. Pero cuando los escuché me dije “esto no es Sandro”. Antes de resignar el tono de una canción prefiero no cantarla. Para practicar canto cosas de otros compositores. Si canto los míos, al oírlos no los escuchan mis oídos, sino mis recuerdos. Voy a volver a cantar. Pero cuando al escucharme no me dé lástima a mí mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario